¿Existe una línea del tiempo? ¿Hay un principio y un fin para cada cosa? ¿Podemos científicamente cuantificar y dilucidar la esencia y la naturaleza del mismo? El mundo se nos ofrece como una realidad que cambia incesantemente y la percepción del cambio, de la sucesión o de la duración de las cosas nos sugiere la idea del tiempo. Sabemos que ha transcurrido el tiempo lectivo, el tiempo de vacaciones o el tiempo de la juventud. Es indudable que tenemos experiencia del tiempo y hasta nos atrevemos a calcularlo mediante diversos procedimientos: el curso del sol, la sucesión de los días y las noches, el desplazamiento de las agujas del reloj. Sin embargo, qué es realmente el tiempo es una cuestión difícil y compleja, pues, como decía San Agustín, «si nadie me lo pregunta, lo sé, pero si trato de explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé».
Además sabemos que, el presente es un momento volátil por medio del cual el futuro se transforma en pasado. El tiempo es la clave del modo en que lo percibimos todo. Es el tiempo lo que marca cada uno de los hechos, pensamientos y sucesos en nuestro viaje desde que nacemos hasta que morimos. Nos podemos imaginar fácilmente un universo sin color o sin luz, pero es prácticamente imposible imaginarnos un mundo sin tiempo. Sin embargo, hasta donde la física parece saber, puede que haya que imaginarse un mundo sin tiempo.
Y aunque pareciera que, la idea de que el tiempo es un modo de decir que una cosa sigue a otra como resultado de esta otra, en esta entrado bloguera, me atreveré a “divagar” sobre cuál es la clave de la verdadera naturaleza del tiempo.
Ya la filosofía griega, propensa a la reflexión sobre los más variados asuntos, abordó la temática del tiempo. De todos los filósofos griegos es, sin duda, Aristóteles el que nos ha legado la doctrina más sólida sobre el tiempo. La visión aristotélica del tiempo está estrechamente vinculada al movimiento, ya que, en su opinión, el tiempo no es posible sin acontecimientos, sin seres en movimiento. De ahí que conciba el tiempo como el movimiento continuo de las cosas, susceptible de ser medido por el entendimiento. Conceptos como «antes» y «después», sin los cuales no habría ningún tiempo, se hallan incluidos en la sucesión temporal. Este estrecho vínculo induce a Aristóteles a definir el tiempo en su física en los siguientes términos: «la medida del movimiento respecto a lo anterior y lo posterior». Esta definición nos revela que el tiempo no es el movimiento, pero lo implica de tal suerte que si no tuviéramos conciencia del cambio, no sabríamos que el tiempo transcurre. El tiempo aristotélico es exterior al movimiento, pero supone un mundo que dura sucesivamente y esta duración sucesiva nos permite establecer relaciones de medida entre sus partes según un «antes» y un «después», Así surgirá el tiempo métrico, cuya estimación estará regulada por el movimiento de los astros, como el de rotación o el de traslación, o por el movimiento rítmico de aparatos de desarrollo preciso, como los relojes.
Muy distinta es la concepción agustiniana del tiempo. El carácter intimista de su filosofía induce a San Agustín a concebir el tiempo como algo desligado del movimiento y estrechamente vinculado al alma, a la vez que manifiesta su profunda perplejidad ante el tiempo al resaltar la paradoja del presente. Si decimos de algo que es presente, estamos afirmando que ya no será y que pasará al mundo de lo inexistente. El presente propiamente no es, sino que pasa, deja de ser, carece de dimensión y sólo lo podemos caracterizar relacionándolo con el futuro, que todavía no existe, y con el pretérito, que ya ha dejado de ser. El tiempo es un «ahora», que no es, porque el «ahora» no se puede detener, ya que si se pudiera detener no sería tiempo. No hay presente, no hay ya pasado, no hay todavía futuro. Por lo tanto, la medida del tiempo no es el movimiento, no son los seres que cambian; la verdadera medida del tiempo es el alma, el yo, el espíritu. El pasado es aquello que recordamos; el futuro, aquello que esperamos; el presente, aquello a lo que prestamos atención. Pasado, futuro y presente aparecen, pues, como memoria, espera y atención.
«¿Quién puede negar que las cosas pasadas no son ya? Y, sin embargo, la memoria de lo pasado permanece en nuestro espíritu.
¿Quién puede negar que las cosas futuras no son todavía? Y, sin embargo, la espera de ellas se halla en nuestro espíritu.
¿Quién puede negar que el presente no tiene extensión, por cuanto pasa en un instante? Y, sin embargo, nuestra atención permanece y por ella lo que no es todavía se apresura a llegar para desvanecerse».
La relatividad de Einstein trajo el nuevo concepto del espacio-tiempo, demostrando que ambas magnitudes no son más que dos caras de una misma moneda. Según esta nueva teoría de Einstein cada punto del espacio pasa a poseer un tiempo personal, desapareciendo el concepto de tiempo absoluto. Con estas ideas, Einstein llegó a la lógica conclusión de que el tiempo no fluye, y por tanto el pasado, presente y futuro no existen como tal, volviendo a un concepto tan antiguo como el tiempo imaginario en el que creía Platón.
Siguiendo la revolución de la relatividad de Einstein, podemos representar gráficamente un objeto en movimiento en el espacio-tiempo del mismo modo que lo hacemos en las tres dimensiones espaciales. La física considera que el tiempo más bien como una etiqueta, un modo de pensar sobre los sucesos y, en concreto, una relación entre los sucesos que puede ser descrita matemáticamente. Un punto por ejemplo, sucede tanto en el espacio como en el tiempo. Si tomamos dos puntos, X e Y, aunque se puede establecer entre ambos una serie de relaciones tanto espaciales como temporales, la relación espacial es muy diferente de la temporal.
El capítulo tercero del libro de Eclesiastés en Las Sagradas Escrituras también se refiere al tiempo como un suceso de acontecimientos que van precedidos de otros:
“Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. Tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar, y tiempo de curar; tiempo de destruir, y tiempo de edificar; tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de endechar, y tiempo de bailar; tiempo de esparcir piedras, y tiempo de juntar piedras; tiempo de abrazar, y tiempo de abstenerse de abrazar; tiempo de buscar, y tiempo de perder; tiempo de guardar, y tiempo de desechar; tiempo de romper, y tiempo de coser; tiempo de callar, y tiempo de hablar; tiempo de amar, y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra, y tiempo de paz.” (Eclesiastés 3:1-8).
La Segunda Ley de la Termodinámica (cuestionada por algunos físicos en la última década) parece avalar el axioma bíblico de que todo tiene un principio y un final; una línea en el tiempo donde nada se crea ni se destruye, sino que es transformado a un espacio donde hay un tiempo predefinido para cada cosa. En definitiva, una línea temporal difícil o imposible de alterar, salvo por el mismo dictamen de su transformación en el tiempo y en el espacio.
El concepto de irreversibilidad está presente en esta realidad temporal, pero la pregunta que nos cabe hacernos en este contexto es: ¿Quién administra dicha línea? ¿Quién maneja los hilos de la física? En definitiva, ¿quién es el dueño del tiempo?
Las diferentes teorías y/o elucubraciones sobre la posibilidad de eludir el mismo; alterarlo o modificarlo son abundantes. ¿Debemos pensar en términos de predestinación? ¿Podemos hacer algo para modificar nuestro futuro e incluso mejorarlo? El caso es que, mientras algunos defienden la teoría del destino, otros se manifiestan abiertamente a favor de la teoría del caos.
¿Cómo vives tu vida? ¿Quizá pensando que lo que sucede es fruto de la casualidad? ¿Simplemente estuviste en el lugar correcto o equivocado en cada momento o existe una causa – efecto en los sucesos experimentados en el tiempo?
Yo tengo mi particular teoría sobre ello. Mantengo que el destino está entretejido en una malla de cruces de caminos. Llegar a la meta final (sea esta predestinada de antemano o no), implica tomar las decisiones correctas cada vez que nos detenemos frente a un cruce de caminos. La dirección que tomemos determinará nuestro destino, entretejido al igual que una gran malla entrelazada de finos hilos, los cuales se verán alterados una y otra vez por la sucesión progresiva de nuestros pasos.
En ocasiones tomaremos uno equivocado que nos aleje de nuestro destino final, pero siempre encontraremos otro cruce más adelante que nos ubicará frente a un nuevo acierto o desacierto.
Seguramente no podamos saber nunca quién es el dueño del tiempo, o quien maneja los hilos del mismo, pero de nosotros depende qué camino emprenderemos.
De lo que sí podemos estar seguros es que el tiempo no es algo cíclico; no es un tren que pasa dos veces por la misma estación. De nosotros depende cogerlo a tiempo.
Mike Castro
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